Carta 2/2021 - Columpiar árboles

cartas

 

Dejar ir a quien amas es difícil (nota: recupera la Carta anterior). Tanto, probablemente, como permitirte a ti misma ser lo que eres. Me parece que esta Carta va a hablar de ambas cosas. Pero quizás no, es posible que Las Cartas tengan su propia vida y lleven, a quien las escribe, a la misma sorpresa que a quien las lee. Yo trato de dejarme sorprender mientras escribo.

Se dice que cuando quien escribe siente algo real al escribir, esa emoción atraviesa el papel o la pantalla y alcanza a quien lee. Dijo Robert Frost, poeta norteamericano cuatro veces ganador del Pulitzer, “Sin lágrimas en el escritor no hay lágrimas en el lector. Sin sorpresa en el escritor no hay sorpresa en el lector”. El hombre pasó muchas dificultades en la vida, rodeado de muertes cercanas y enfermedad mental, pero tenía una sensibilidad exquisita que mantuvo pese a las circunstancias. Su obra poética habla de la naturaleza y la profundidad humana.

El peligro de la esperanza

Es justo allí
a mitad de camino entre
el huerto desnudo
y el huerto verde,
cuando las ramas están a punto
de estallar en flor,
en rosa y blanco,
que tememos lo peor.

Pues no hay región
que a cualquier precio
no elija ese tiempo
para una noche de escarcha.

 

Hay cierta magia en el traspaso emocional de la escritora a la lectora que no puede conjurarse al antojo de una y, además, exige cierta capacidad de sorpresa e, incluso, de pérdida de control, por ambas partes. Es un cierto tipo de fe que solo se da, a mi parecer, en lo creativo, tanto al producirlo como al recibirlo.

Las lectoras lo sabemos reconocer en la lágrima desbocada, el calor del pecho, el cosquilleo en la nuca, el erizar del vello resultado de esa chispa, esa conexión, que no esperabas pero deseabas (si no, para qué leemos).

En la escritora, la fe va unida a la sorpresa de no saber qué estás escribiendo hasta que lo escribes y al valor de permitir que algo tan íntimo sea compartido con ojos, pechos, nucas y vellos ajenos.

Creo también que esa magia del traspaso emocional, requiere, quizás, haber tocado fondo de uno u otro modo. Es cuando sientes que no tienes nada más que perder, que vas y le echas redaños y murmuras, en tu propio idioma, ese "que sea lo que Dios quiera" que abre por fin las compuertas de lo que guardabas y que debía ser entregado a las letras, porque ese abismo podría ser menos oscuro que el que dejas detrás, y porque eso que burbujea dentro tiene que ser expulsado. No como un veneno del que deshacerte, sino como algo que necesitas transmutar. Coges lo que la vida te trae, lo digieres como puedes, lo transformas en palabras, lo lees, te hace bien, lo ofreces.

Y eso que era en ti tiene el poder de ser, también, en alguien más. ¿Qué será, en ellas? No lo sabes, pero te lo imaginas. Será lo que fue en ti aplicado a sus propias circunstancias. Ellas harán su propia transmutación al leer.

Sin querer ponerle añadidos al señor Frost, “sin transformación en la escritora no hay transformación en la lectora”.

Y es que la respuesta a mi primera Carta fue abrumadora y mi respuesta a esa respuesta también fue abrumadora en mi interior. Comprendí, al volver a escribir desde este lugar de sorpresa y fe, qué era lo que se me había perdido poco a poco, en estos años de trabajo en Oye Deb. Y es que, sin quererlo, porque eso no se quiere pero sucede sin permiso, había ido olvidándome de mí. En mi vida personal estaba cada vez más conectada, más presente, y aquí, en cambio, quería desaparecer.

Desaparecer se refiere a desdibujarme en la marca, a que ni mi personalidad ni mi trabajo fueran tan relevantes para que la empresa siguiera funcionando bien. Quería desaparecer por varios motivos, y por resumirlos muchísimo e ignorar los mil matices de este asunto, podría decir que hay tres principales.

El primero es que tengo la sensación de que el culto a la imagen y a la personalidad se está volviendo, en estos tiempos, absurdo, esperpéntico y peligroso, y que si yo quiero ayudar —con mis programas y mi contenido— a que nos desprendamos, todas (yo incluida), de la necesidad de depositar nuestra mirada en otras personas que hacen cosas y que nos dicen cómo hacer las cosas, flaco favor nos estoy haciendo si al final todo se centra en Deb y todo lo que Deb dice y todo lo que Deb sabe. Porque no, Deb no sabe nada de lo que tiene que hacer nadie. Solo sabe lo que hace ella, y tampoco muy bien, no creas.

No quiero, ni he querido nunca, ni querré jamás, ser esa persona a la que todos miran. Puede que lo haya necesitado en el pasado (diferente querer a necesitar, lo remarco por si no queda claro), pero esa necesidad ya no existe. Me he ocupado de darme a mí misma la mirada que creía necesitar de los demás, así que, simplemente, me empezó a parecer incoherente centrar mi discurso y mis ideas en mi persona, y no en el discurso y las ideas por sí mismas, que al final, he creído siempre que eran lo más valioso que yo tenía para ofrecer.

Sin embargo, al querer hacer esta transición, el fuelle de mi ilusión también se fue reduciendo, y lo que iba compartiendo, si bien seguía saliendo de mí, estaba de algún modo contenido, retenido, refrenado. Mi brújula se había desorientado.

Por otro lado, es decir, el segundo motivo, es que el sector en el que se enmarca mi trabajo, es decir, la formación digital, el marketing online y los mentores de todo tipo, me tiene profundamente desencantada, asqueada y decepcionada. Y, para qué negarlo, me da un poco de vergüenza pertenecer a él. Y voy a mi aire y no tengo nada que ver con casi nadie, pero me cuesta, porque también soy permeable a lo que sucede a mi alrededor, como todo el mundo, y me siento librando una batalla que a veces no sé muy bien cuál es ni por quién lucho. Quizás esto sea material para otra Carta.

El tercero es que tenía (tengo, en presente) una necesidad muy grande de dar espacio, como pudiste leer en la anterior Carta, a mi trabajo creativo no remunerado, es decir, a mi escritura. Ojalá fuera de otro modo, pero cuando me paso el día escribiendo y pensando para Oye Deb, cuando tengo un rato el cuerpo no me pide seguir haciendo lo mismo. Así que no escribo apenas de lo mío, pero siempre estoy ideando planes para que la empresa vaya tirando sin mí. Y hay muchos días en los que intento trabajar y no puedo (porque sé que no quiero hacer esto sino lo otro), pero tampoco me doy permiso para no trabajar y escribir (porque también sé que es más difícil, arriesgado y comprometido escribir lo mío que trabajar). Y, en el medio, yo, como un muñeco de trapo repartido entre dos niños ansiosos.


Así que, por muchas otras cosas, pero por estas principalmente, hace ya un tiempo que he ido dejando de hacer, de forma más o menos sutil y visible, lo único que en realidad me interesaba cuando empecé, y lo único que en realidad me interesa todavía: transformarme escribiendo para, si se da la magia entre nosotras, transformarte leyendo.

No es un camino fácil, ni popular, ni el que recomiendan los expertos maestros del emprender. Es impráctico, poco eficiente y menos productivo. Es lento. Es exigente (por mi lado y por el tuyo, pero esto, ojalá, lo convierta en algo más valioso y retador para ambas). Pero es verdadero.

Y aunque no es lo único que sé hacer, es lo único que soy.

El camino no tomado

Dos caminos se bifurcaban en un bosque otoñal,
y apenado por no poder los dos transitar
y ser un único viajero, largo tiempo me detuve
y contemplé uno hasta donde la vista alcanzaba
allí donde se curvaba en la maleza.

Tomé entonces el otro, por ser igual de bello,
y quizá más apetecible,
pues lo cubría la hierba y apenas usado estaba;
aunque el trasiego allí
en realidad los había gastado más o menos igual.

Y aquella mañana a los dos cubrían
hojas que ningún pie había hollado.
Oh, ¡reservé el primero para otro día!
Si bien, sabedor de que un camino lleva a otro,
dudé de que fuera a regresar.

Con un suspiro esto contaré
en algún lugar, dentro de una eternidad:
dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo...
yo tomé el menos transitado,
y eso lo ha cambiado todo.

 

Con la Carta de la semana pasada, y como suele pasar, tras un momento vital emocionalmente complejo, recuperé el contacto. Conmigo aquí y, quizás, si este tipo de Cartas no te espantan, contigo.


Pero hay otra cosa importante que necesito que sepas, llegadas a este punto. No escribo para ti y no me importas nada.

No pretendo ofenderte. Tú, como ser humano, me importas porque… en fin, porque existes. Tu existencia me importa, igual que la de las golondrinas, los abejorros, el enebro, el cuarzo o los agujeros negros. Todo me importa. Pero tú me importas en particular, digamos, más que un árbol de un bosque de Nueva Zelanda o un niño de un pueblo chino, porque estamos en contacto. No es porque te guste lo que hago o digo o escribo y sienta la obligación de ser agradecida por tu atención, eso sería únicamente vanidad. Me importas en la medida en que algo mío te llega y eliges dedicarle tu tiempo para que, quizás y ojalá, mi transformación se convierta en tu transformación. De ese modo quedamos enlazadas, y lo tuyo es un poco más mío y lo mío es un poco más tuyo.


Sin embargo, no me importas cuando escribo ni cuando pienso. No te tengo en cuenta, ni a ti, ni a nadie. No eres nada para mí hasta el momento en que mi texto, mi curso, mi vídeo o mi audio entra en contacto contigo y te impacta. Ahí existes. Antes, no.

Hace un tiempo me enfurruñaba mucho cuando me decían que tenía que crear mi contenido y mis productos con mis clientes en la cabeza, y que tenía que preguntarles todo el tiempo qué querían de mí, cómo les podía ayudar y demás cháchara de marketing.

Me enfadaba porque creía que o bien quien lo hacía así era un patán que no sabía o no podía crear nada desde el corazón o contando con su propia intuición y sus deseos o bien porque era un hipócrita que quería hacerle creer a la gente que le importaba más que su cuenta bancaria haciéndose el escuchador. También me enfadaba porque soy de la opinión de que nunca nada creativo verdaderamente relevante para la humanidad salió de la voluntad de ninguna mayoría —digo creativo, no político o social—.

Todo esto puede ser así, pero también puede no serlo. El caso es que, al margen de la validez de estas suposiciones, ya que no son más que eso, me enfadaba porque yo no quería hacer lo que me pedían pero me parecía una lucha (el camino menos transitado, de nuevo) operar como yo opero en un negocio como este. En muchas entrevistas me han preguntado sobre este asunto y muchos se sorprenden cuando reconozco que no es mi aspiración ayudar a nadie sino, en primer lugar, ayudarme a mí. No pocas veces me reprendo a mí misma pensando que suena demasiado egoísta, que tendría que fingir mejor, que digo cosas que me (nos) hacen quedar regular.

Pero parece que ha llegado el tiempo de ser quien soy.

Soy lenta tomando decisiones, no puedo hacer algo si no lo veo muy claro, no soy capaz de trabajar si no estoy de humor, debo atender lo que siento antes de seguir haciendo cualquier cosa (especialmente si lo que siento no es agradable), me emociono rápido y mucho, le doy vueltas a las cosas porque si no encajan no las quiero hacer encajar a la fuerza, me preocupa ser honesta, hacer más mal que bien, no quiero montar ningún imperio ni conducir un cochazo, necesito estar sola todo el tiempo necesario, necesito naturaleza a borbotones y no tengo en cuenta lo que quieren o parecen querer mis alumnas o lectoras a la hora de tomar mis decisiones. Si no encuentro el camino, tengo que esperar hasta que aparezca. Y eso necesita tiempo y espacio. Si no lo tengo, no estaré bien. Estaré refunfuñando, gritando o llorando, impaciente y confundida, haciendo y deshaciendo sin sentido. Fuera de mí.

Y, además de todo eso, necesito escribir para transformarme.

Claramente, no soy la mejor emprendedora del mundo. Es probable, como descubrí hace unos años, que sea la peor emprendedora del mundo. Ni siquiera sé si me gusta la etiqueta de emprendedora (qué demonios es ser emprendedora en realidad, quizás podamos devanarlo en otra Carta).

Pero, para cerrar esta, un último poema (dos fragmentos del mismo, en realidad) de Robert Frost, que a mi parecer cuenta lo que es ser fiel a la propia naturaleza aunque las cosas vengan giradas y a menudo sintamos que perdemos el norte.

Abedules

Cuando veo abedules oscilar a derecha
y a izquierda, ante una hilera de árboles más oscuros,
me complace pensar que un muchacho los mece.
Pero no es un muchacho quien los deja curvados,
sino las tempestades.

(...)

Yo fui también, antaño, un columpiador de árboles;
muy a menudo sueño en que volveré a serlo,
cuando me hallo cansado de mis meditaciones,
y la vida parece un bosque sin caminos
donde, al vagar por él, sentimos en la cara
ardiente el cosquilleo de rotas telarañas,
y un ojo lagrimea a causa de una brizna,
y quisiera alejarme de la tierra algún tiempo,
para luego volver y empezar otra vez.

Que jamás el destino, comprendiéndome mal,
me otorgue la mitad de lo que anhelo
y me niegue el regreso. Nada hay, para el amor,
como la tierra; ignoro si existe mejor sitio.

Quisiera encaramarme a un abedul, trepar,
por las ramas oscuras del blanquecino tronco
y subir hacia el cielo, hasta que el abedul,
doblándose vencido, me volviese a la tierra.
Subir y regresar sería muy hermoso.
Pues hay cosas peores en la vida que ser
un columpiador de árboles.

Hay cosas peores en la vida que ser quien eres.

Igual, darte permiso para ser quien eres sea el sentido último de estar viva.

No sé a qué más, si no, hemos venido.

Un abrazo,

 

 

 

 

Envío los Apuntes, en privado, una vez al mes. 

Si quieres recibirlos, deja tu correo (y si no, tan amigas).